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Un sábado de ocio

En 1998, no recuerdo el mes, disfrutaba de un sábado en casa, de un día de ocio. Mi esposa y mis hijos habían acudido a sus respectivos compromisos sociales. Estaba sentado con mi cuaderno de notas en las piernas. Ideas danzaban en mi cabeza sin propósito alguno y yo no pretendí atrapar ninguna. En un segundo los pensamientos confluyeron en una de las, que siempre consideraré poquísimas, conversaciones con mi padre. Dejé de divagar y entonces procuré rehacer aquella plática. Tal vez, habría sido mejor levantar el teléfono y llamarlo; pero estaba disfrutando del momento de pereza. Así que, ¿cómo había iniciado el tema? No lo recordé en aquel instante y tampoco lo recuerdo ahora, pero sé que fue algo relacionado con viajar entre las estrellas.

 

―Según inferencia matemática derivada de las ideas de Einstein,― había hecho notar mi padre, ―un cuerpo, una partícula o una nave no pueden viajar a velocidad mayor que la desarrollada por la luz en el vacío.

 

Einstein, me había explicado papá en aquella ocasión, plantea que a más velocidad un cuerpo experimenta el incremento de su masa en una insignificante cantidad, pero menos insignificante cuanto más se aproxima su velocidad a celeritas (término utilizado para referirse a la velocidad de la luz). Por tanto, a más velocidad, más materia y más energía es requerida para acelerar al cuerpo en movimiento; más energía, más combustible. Para fines prácticos, entonces, la velocidad de crucero de un bajel espacial no podría ni siquiera acercarse al límite impuesto por Einstein. Serían necesarias generaciones de viajeros dentro del navío y toneladas de combustible para llegar a la estrella más próxima; y todo para descubrir, con una grandísima probabilidad, que en ese sitio no existe planeta habitable alguno. Habíamos comentado, durante aquella charla, varias formas en que podrían resolverse aquellos impedimentos de viajar en el espacio. Recuerdo que mencionamos los métodos estudiados y aún no descartados por la física: los agujeros de gusano, en primer lugar, y la teletransportación por partículas entrelazadas, más tarde. También recordé que en aquella ocasión platicamos sobre métodos menos analizados y más de ciencia ficción, como violar el límite de celeritas y moverse a través de universos paralelos. Aunque estos recuerdos no arribaron en orden estricto ni con precisión suficiente. Creo… que debí haber llamado a mi padre.

 

Repentinamente una idea sacudió a todas las otras. Un rato más tarde, un calosfrío descendió por mi espalda. Trataré de poner en palabras lo que sucedió en cosa de unos pocos segundos.

 

―Si no fueran seres los viajeros, sino simplemente inteligencias descarnadas montadas en ondas electromagnéticas,― me propuse a mí mismo, ―la velocidad de crucero podría entonces ser igual a celeritas.

 

En mi cuaderno escribí: “¿Cómo podría hacerse para que una onda electromagnética pensara?” Y comencé a divagar nuevamente:

 

―Quizás con varias ondas transmitidas al mismo tiempo interfiriéndose mutuamente según patrones creados y modificados por las mismas interferencias.

 

La idea me agradó, aunque percibí muchísimas objeciones. Trataba de listarlas cuando recordé los postulados de Einstein: el tiempo se ralentiza cuando un cuerpo se mueve y su dilatación se percibe a velocidad cercana a celeritas, llegando a detenerse por completo para los fenómenos que la alcanzan. Una inteligencia viajando a velocidad de la luz no tendría tiempo para pensar. No sería necesario tal proceso intelectivo, aun cuando el viajero permaneciera eones en el espacio. Entonces una onda electromagnética transportando la imagen de una inteligencia podría desplazarse entre mundos y no percibiría envejecimiento alguno. Sería una fotografía de la forma de pensar de un ser inteligente enviada entre las estrellas. Sólo se requeriría que una máquina en el punto de destino recreara la inteligencia, como sucede por ejemplo en la teletransportación por partículas entrelazadas. Tal máquina tendría que ser un sistema neurológico. Y qué mejor máquina de ese tipo que el cerebro de otro ser inteligente. Con ello quedaría resuelto el problema que enfrenta la teletransportación, donde es necesario trasladar, al punto de destino, las partículas entrelazadas antes de poder intentar el viaje.

 

Las ideas del viajero electromagnético abrumarían a la inteligencia del ser receptor. Un visitante con intenciones malignas podría apoderarse de los pensamientos de otro menos preparado y manipularlo para convertirlo en un tirano de su propia civilización. Después de todo, la historia de nuestro mundo ha mostrado que el mejor preparado acaba convirtiéndose en conquistador atendiendo a la ley del más fuerte. Fue este el momento en que descendió un algo frío por mi espalda.

 

Recobrado de la turbación, emití una objeción a mi sensación pesimista: la evolución, siempre he sostenido, nos hace cada vez más humanos y menos animales.

 

―Bien,― me dije a mí mismo, ―ya tengo la trama para una novela.

Partículas entrelazadas. Una visualización artística.

Teletransportación en la serie de televisión Star Trek o Viaje a las Estrellas.

Onda electromagnética. Representación gráfica de la conceptualización matemática.

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