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Qwert - parte 1

Acostumbrado a imaginar escenas de las novelas que leo, cuando me llegó la etapa en que los niños fantasean la viví, la padecí y la disfruté con intensidad enardecida. Creo además que esa etapa duró más años que lo usual. Y para ser completamente honesto con el lector, debo confesar que aún a estas edades, llamadas terceras, platico con amigos imaginarios. Entre ellos están mi padre y mi suegra.

 

Mucho tiempo, mientras la profesión me obligó a manejar en solitario grandes distancias para visitar a los clientes foráneos, acostumbré invitar de acompañante a algún personaje de la historia. Platicaba con el acompañante designado las muchas horas que la atención en el camino me impedía hacer alguna otra tarea. Así tuve conversaciones con Isaac Newton, Albert Einstein, Sor Juana Inés de la Cruz, José María Morelos y Pavón y Benjamín Franklin entre varios otros. Busqué hacer las pláticas verosímiles, por lo que me vi obligado a informarme sobre sus biografías, sus pensamientos y los entornos históricos donde estuvieron inmersos para estar en posibilidad de manejar sus creencias, sus anhelos, sus retos y sus diálogos. Me preguntaba, o les preguntaba en aquellas charlas imaginarias, y me contestaba yo mismo. Luego me preguntaba fingiéndome ellos y me contestaba contestándoles. Las conversaciones versaban desde asuntos pueriles hasta enredados temas metafísicos. No es de extrañar entonces que me ocurriera la siguiente experiencia conocida hasta ahora sólo por mi esposa, mis padres y mis hijos.

 

Estando en Ciudad Victoria en el estado de Tamaulipas, en un día caluroso; después de un cansado viaje en avión y tras una larga sesión de trabajo en las instalaciones de un cliente, fui invitado a tomar unas cervezas en el bar del hotel donde me hospedaba. Decliné la invitación de la manera más cordial que pude, pues la había hecho el representante del cliente visitado. Me retiré a la habitación y tomé el libro que traía conmigo, pero no encendí la luz. Me senté a la cama. Apoyé la espalda en la pared y dejé el libro a un lado. Mis ideas se enredaban entre sí como suele sucederme segundos antes de quedarme dormido. Entonces escuché las siguientes palabras:

 

―Me llamo Crues??ERT.

 

No fue realmente ese el vocablo escuchado, fue un algo impronunciable que me dejó como única certeza su terminación en el monosílabo ERT.

 

―¿Quién dijo eso?― Respondí sorprendido y me incorporé de la cama de un salto.

 

Miré a todos lados sin encontrar un responsable de aquella afirmación. Incluso salí al pasillo para verificar si pudiera haber sido algún transeúnte. La voz repitió el nombre y nuevamente no comprendí aquella extraña palabra. La voz dijo entonces:

 

―Si quieres, puedes llamarme Bert.

 

Así lo llamé y traté entonces de hacer conversación con el desconocido en mi cabeza, pero no conseguí mayor participación. Ya no hubo más respuestas. He continuado intentando hasta la fecha, pero lo único que obtengo son contestaciones fingidas como aquellas de las conversaciones con mis acompañantes imaginarios. Ya no he logrado la certeza experimentada aquella noche de que no era yo quien construía los diálogos.

 

¿Qué fue lo que sucedió en esa ocasión? He investigado en los libros sobre temas relacionados. La explicación científica que hallé más plausible, entre el montón de descripciones de experiencias parecidas, es que padecí un evento aislado de alucinaciones seudo-esquizofrénicas inducido por fatiga.

 

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