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Paseo en globo

Cuando he platicado a mis conocidos más cercanos la aventura del puente Capilano, ellos me han preguntado sorprendidos:

 

―¿Por qué, entonces, no temes los paseos en teleférico? ¿Por qué eres capaz de mirar por la ventanilla de un avión? ¿Por qué pudiste elevarte en un globo aerostático?

 

―¿Un globo aerostático padeciendo acrofobia?― Preguntará probablemente el lector.

 

Sí, en un globo aerostático y fui yo quien propuso la experiencia. Ocurrió en el valle de Napa en California. Fue un tour del tipo aventura que adquirí por teléfono. Nos citaron a las cuatro y media de la mañana. Estaba completamente oscuro cuando iniciamos el trayecto. Mi esposa y mis hijos acompañaron con leves resuellos mi concentración en el camino. Dejamos el auto en un estacionamiento y varias camionetas, que ya esperaban cuando arribamos, nos llevaron a todos los intrépidos-o-ingenuos a un corto paseo por los viñedos de Napa. Nos detuvieron en una estratégica parada técnica y nos invitaron a desfogar el miedo. Eran sanitarios rústicos en medio de aquel campo. Cuando entré, descubrí sorprendido la higiene del sitio; era apenas aceptable, pero yo había imaginado algo mucho más rural. Me sentí como habiendo entrado al baño de la reina Cleopatra. Un anuncio aconsejaba, indudablemente con el propósito de ahorrar agua: “if it is yellow let it mellow, if it is brown flush it down”. Por supuesto, hice caso del consejo. Volvimos a montar las camionetas y llegamos hasta el paraje de partida. Nos entregaron a los intrépidos-o-ingenuos una copa de vino y una baguette con queso y todos observamos cómo se inflaban los globos. El rugir de los quemadores calentando el aire hacia el interior de aquellas grandes bolsas y los operarios extendiendo las telas distrajeron mis vacilaciones. Las monumentales y frágiles estructuras se hincharon hasta alcanzar su inconfundible figura. Frente a nuestra mirada cuatro globos despegaron antes que el nuestro. Respiré profundo cuando llegó nuestro turno y caminé muy lentamente cuando nos invitaron a subir a la canastilla.

 

―Primero las damas―, dijo el operario.

 

Cuando ellas estuvieron a bordo, mi hijo Ramón, entonces de doce años, brincó sin invitación alguna. Miré a mis más preciados tesoros trepar la góndola y no me quedó más remedio que hacer lo mismo.

 

Retiraron las amarras y dejaron caer los lastres. El globo se elevó lentamente. Volví a respirar profundo y en repetidas ocasiones. Una pareja de estadounidenses venía con nosotros, además, por supuesto, del piloto. Las presentaciones no se hicieron esperar. Extrañamente mi esposa no se mostró sociable y, predeciblemente, yo tampoco. El piloto dijo que la única regla era: permanecer dentro de la canastilla sin importar qué sucediera. Todos sonreímos aunque mi sonrisa fue un tanto forzada. Alcanzamos la altura prevista, creo que unos trescientos metros, y el piloto buscó mantener el globo lo más cercano posible al punto de despegue. Los otros globos se alejaron. El piloto nos invitó a maniobrar la salida de combustible del quemador para crear los flamazos que mantienen la temperatura del aire dentro del aparato y con ello regular la altitud del globo. El estadounidense (olvidé su nombre) realizó algunos intentos, yo decliné la invitación. Disfrutamos del paisaje y tomamos algunas fotografías. Luego de cosa de una hora, el piloto comenzó el descenso.

 

―¿Qué pasó con el vértigo?― Querrá, tal vez, insistir el lector.

 

Yo podría entonces responder que hice gala de coraje y atajé la entrada del vértigo con bravura, pero ello sería mentira. Tengo que admitir encogiéndome de hombros que aquella experiencia es un misterio de la psicología. Quizás, en mi cabeza ocurre que mirar por la ventanilla de un avión o elevarme en globo aerostático no implican acercarse a la orilla de un edificio y por ello no se relacionan con el vértigo.

 

―¿Entonces, por qué si hubo vértigo en el puente Capilano, ese sitio tampoco implica acercarse a la orilla de un edificio?― Me he preguntado.

 

Quizás ahí no fue el sitio, sino la edad del niño lo que me remontó a mi infancia. O tal vez, el bamboleo del puente que se relaciona con algún recuerdo intranquilo. He creado escenarios imaginarios con un niño a punto de perder el equilibrio hacia el lado peligroso del barandal de mi azotea. En ellos, he colocado a mi hermano y también a alguno de mis amigos en peligro de caer, agitando los brazos en círculos para recuperar el equilibrio; mientras yo presencio impotente la escena. Me he colocado a mí mismo igualmente sin éxito. Lo que ocurrió, está bien enterrado en los recuerdos y no he logrado hacerlo consciente; pero no va a impedirme seguir visitando puentes capilanos ni continuar paseando en globos. 

Cuatro globos partieron antes que el nuestro.

No me quedó más remedio que trepar también la góndola.

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