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Migraciones nocturnas

Una noche de las muchas que compartimos juntos, en mi adolescencia, mi padre y yo en la azotea de casa, buscábamos identificar cráteres en la Luna. Él sostenía un mapa y lo iluminaba con una lámpara de mano. Yo miraba a través de nuestro rústico aparato. Él seleccionaba un cráter y lo señalaba en el mapa. Luego mencionaba direcciones para localizarlo. Él decía:

 

―Está encima del mar de la Tranquilidad, un tercio de la distancia hasta la orilla izquierda donde termina el mar.

 

Yo buscaba encontrar el objeto y ante la duda volteaba a mirar el mapa. Luego volvía a mirar a través del lente. La dilatación de mis pupilas danzaba, pues tenía que adaptarse entre los dos ambientes luminosos; así que cada cráter nos tomaba mucho tiempo. La satisfacción de encontrar un objeto era el premio por el éxito y era mayor cuanto más rápidamente conseguíamos encontrarlo. ¡Cómo me habría servido el truco que acaba de enseñarme mi hijo! El truco consiste en usar un ojo para mirar al mapa y otro para mirar dentro del lente ocular, cierras los ojos entre las transiciones de un ambiente luminoso al otro; así tus pupilas conservan temporalmente su apertura.

 

Una vez alcanzado nuestro objetivo, mi padre y yo conmutábamos responsabilidades. Él miraba y yo debía dar las indicaciones.

 

Era mi turno buscando a través del telescopio cuando de pronto un sobresalto.

 

―¿Qué fue eso?― Dije y luego exclamé: ―ahí está otra vez.

 

Una mancha había cruzado en línea recta el campo visual circular del telescopio.

 

―Déjame echarle un vistazo―, dijo él.

 

Cedí el sitio de observador a mi padre. Mi padre se acercó al telescopio como me enseñó: sujetando primero con ambas manos el tubo para evitar moverlo y luego colocando su ojo lentamente muy cerca del lente ocular.

 

―¿Lo ves?― Pregunté ansioso.

 

Después de un rato exclamó:

 

―Lo veo.

 

―¿Qué es?― Insistí.

 

―¿Qué son?― Corrigió él, ―no puede ser un solo objeto, deben ser varios pues sus trayectorias son siempre rectas, si fuera uno sólo en alguna de sus pasadas habría descrito una curva.

 

Desenfocó los relieves de la Luna y entonces fueron evidentes las siluetas.

 

―Son aves,― afirmó, ―mira.

 

Me cedió el lugar del observador y pude constatar que mi padre estaba, como usualmente, en lo correcto. No puedo afirmar que fueran ocas, pero así me lo parecieron. Mientras miraba las aves contra el fondo plateado de la Luna, él dijo que se trataba de una gran migración y admitió que no sabía que pudieran ser nocturnas.

 

―Para volar en la noche los aviones cuentan con muchos instrumentos como el altímetro, el compás y los mapas de navegación,― me dijo y luego se preguntó: ―¿qué tienen en la cabeza las aves?

 

―¿Cómo es que pueden volar de noche?― Pregunté yo.

 

―Deben tener varios mecanismos dentro de su cerebro; deben recordar los relieves del terreno como las luces de nuestra ciudad―, me respondió.

 

Aquella noche mi padre me asignó investigar en los libros sobre el sentido de orientación de las aves y sobre las migraciones nocturnas. No encontré en las enciclopedias de casa información sobre migraciones nocturnas; así que programé una visita a la biblioteca cercana. La intención se diluyó y nunca fui. Reporté a mi padre lo que aprendí en los libros de casa: la ciencia sospechaba, en aquel entonces, sobre un mecanismo de orientación de las aves ligado al campo magnético de la Tierra.

 

Mares y cráteres de nuestra Luna.

Migración de aves. Estas me parecen grullas aunque tampoco puedo afirmarlo.

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