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Más casualidades

 

Mi padre había fallecido apenas unas semanas antes de este suceso. Nos encontrábamos (mis hermanos, mi madre y yo) en la habitación donde murió. Platicábamos de sus cualidades, de su personalidad, de sus bromas y de los últimos consejos que nos ofreció, a cada uno, cuando el timbre inalámbrico que tuvo siempre junto a su cama, para llamar en caso de emergencia, se accionó por sí solo. No había persona jugando con el timbre, ni siquiera alguien cerca de él. Desarmé y revisé el dispositivo. Realicé varias pruebas sin encontrar defecto. Tal vez fue la humedad del ambiente; tal vez, la temperatura del cuarto; tal vez, unas baterías inestables; tal vez, una variación electromagnética transitoria en el entorno; tal vez, alguna combinación insólita de estos u otros accidentes. No encontré la respuesta, pero el caso es que ese timbre aún está al alcance de la mano de mi madre prestando, a la fecha, servicio confiable. Posiblemente corregí, sin percatarme, algún falso contacto al desarmarlo y rearmarlo. Pero lo importante no es la explicación física del fenómeno, sino por qué el fenómeno ocurrió bajo esas circunstancias y en ese preciso momento. ¿Casualidad? Personalmente prefiero colocar esta experiencia entre las ocurrencias que me gustaría tuvieran una sola explicación.

 

La madre de mi esposa fue siempre ferviente observante de la tradición del día de reyes. Todos los 6 de enero, ella y Guadalupe organizaban el festejo para niños y adultos. Pasábamos la noche en su casa o ella en la nuestra. Ellas compraban la rosca, preparaban los obsequios y nos obligaban a todos a colocar el zapato en la sala y a escribir una carta de deseos. Pero nada dura eternamente. Aquel era el día de reyes de 2013. Mi suegra había muerto 3 años antes. Hablábamos de ella, de su personalidad, de su alegría, de su ausencia, de cuánto disfrutaba aquella fiesta, cuando un interruptor termomagnético se accionó. Revisé la instalación eléctrica antes de volverlo a su posición de funcionamiento. No encontré ningún corto-circuito, ningún desperfecto. “Se trata de un interruptor intermitente”, me atreví a asegurar, “ya lo veremos fallar más a menudo en los próximos días”. Mi pronóstico no fue acertado, a la fecha tal interruptor ha permanecido operando sin repetir evento similar. Sí, es posible proponer explicaciones eléctricas y sí, seguramente alguna de ellas sería la correcta; pero, ¿por qué sucedió el 6 de enero cuando hablábamos de mi suegra fallecida?

 

Una noche mi esposa me despertó para contarme un sueño. “Soñé que mi muñeca Furtis me pedía auxilio”. Siendo niña mi hija Fernanda, mi esposa le heredó su muñeca favorita. Furtis pasó de nuestra recámara a la recámara de ella. Cuando Fernanda se casó y se fue a vivir lejos. Furtis fue dejada atrás en una bodega junto con todos los otros trebejos que no se llevaron los recién casados. Días después de la noche del sueño, Fernanda nos enteró, afligida, que la bodega de los trebejos había sufrido inundación y el seguro declaraba los bienes como pérdida total. ¿Existe el sexto sentido y mi esposa lo experimentó en esa ocasión o se trata de una conexión sutil y etérea entre las personas y los objetos? Tal vez sólo sean casualidades.

 

Un golpe en la cama me despertó, o quizás fue un ruido inusual, o tal vez simplemente mi esposa despertó y yo desperté con ella. “Soñé que mi Tita venía a visitarme para despedirse, para pedirme perdón por los desatinos o para agradecerme los últimos cuidados; no lo sé, pues ella simplemente se paró frente a esta cama y se quedó inmóvil por un largo rato”, me contó pensativa. La muerte de la abuela paterna de Guadalupe era un desenlace esperado, pero ¿cómo es posible que mi esposa haya acertado la noche de su deceso y lo haya conseguido a través de un sueño? ¿Es esto lo que llaman premonición y no necesariamente está relacionado con las probabilidades de los eventos?

 

En la novela primera de la saga hice participar a dos trenes pasando uno al lado del otro. Lo hice para plantear una analogía con un problema imaginario de física que pudiera ser resuelto en términos científicos y también pudiera ser explicado como un enredijo psicológico. Mientras escribía los capítulos correspondientes, no tuve nunca presente aquel evento del paseo por la campiña francesa cuando fotografié la nariz de un tren pasando (véase el cuento Casualidades o milagros). Cobré consciencia de la similitud de ambos eventos muchos meses después de terminada la novela. ¿Dejó aquella casualidad del paseo en tren una marca tan indeleble en mi inconsciente que la utilicé después para resolver una encrucijada literaria? Probablemente. O quizás es sólo otra casualidad más.

 

En marzo de 2010, vivíamos en la ciudad de Sao Paulo. Mi esposa estaba de viaje. Yo me encontraba solo, así que dedicaba mi tiempo a escribir. Era domingo y ocurría una carrera de autos en el sambódromo de la ciudad (véase el cuento “Y nacerá en Sao Paulo”). Los paulistas presumen ser la segunda ciudad con más helicópteros en el continente americano detrás únicamente de Nueva York. No puedo afirmar que tal aseveración sea cierta, pero sí sé que pueden observarse, constantemente surcando los cielos, ese tipo de aeronaves. Por supuesto, también pueden observarse aviones comerciales, pero no es común ver aviones militares. En los 24 meses de nuestra estancia, sólo en esa ocasión pude oírlos rugir sus motores sobre mi cabeza. Escribía los últimos capítulos de la novela donde aparecen repetidamente aviones militares y rayos, cuando comenzaron a pasar aviones F-15. La tarde era lluviosa por lo que, más tarde, también pude ver algunos rayos. ¿Casualidad tan sólo? Veamos. Estuve escribiendo la novela 18 meses de los 24 de nuestra estancia. Entonces la probabilidad de que la carrera ocurriera mientras escribía la novela es de 18/24. Los aviones deben haber pasado durante una hora de las 17520 horas que estuvimos en Sao Paulo. Si consideramos que me encontraba alerta 10 horas por día como para percibir que un motor rugiera en el cielo, entonces ese número se reduciría a 7300 horas. Dedicaba a la tarea de la novela unas 20 horas a la semana y la mitad de ellas durante el sábado y el domingo. No estando mi esposa conmigo seguramente dedicaba el doble de tiempo. Las carreras de autos son siempre en fin de semana y durante el día, entonces la probabilidad de que yo estuviera escribiendo cuando ocurrió la carrera es de 20/24 (si utilizamos una ventana de 12 horas para el horario de la carrera). Sin embargo como mi esposa estuvo de viaje 100 días de los 730 que permanecimos viviendo allá, debemos afectar esta última probabilidad con la fracción 100/730, pues si ella no hubiera estado de viaje mi dedicación a la novela habría sido tan solo de 10/24 afectada por la fracción 630/730, resultando en una probabilidad de 0.474. Sao Paulo tiene un promedio de 134 días de lluvia al año con 18 días en el mes de enero que es el más lluvioso y 7 días en los meses de julio y agosto que son los meses secos. Entonces estimando que marzo tiene 13 días de lluvia tenemos que la probabilidad de que lloviera es de 13/31. Combinando todas las probabilidades, obtenemos 18/24 por 1/7300 por 0.474 por 13/31, es decir un valor final próximo a 1 oportunidad en 50 mil intentos. Valor equiparable a ganar el premio de una lotería como la de México.

 

Cuando niño en su pueblo natal, mi padre presenció un incidente que luego platicó en varias ocasiones. Un ingeniero había sido llamado a reparar una trituradora cuando todos los técnicos del pueblo habían fallado en el intento. La máquina se negaba a arrancar. El ingeniero miró y remiró aquella enorme máquina. Se inclinó y se estiró revisando cada banda y cada engrane. Finalmente tomó un martillo y golpeó un eje. De inmediato la máquina comenzó a funcionar. A la protesta del propietario por los honorarios exigidos, el ingeniero declaró que por el martillazo cobraba sólo cincuenta pesos, el resto era por saber en qué punto debía ser aplicado. Muchos años más tarde, fui llamado a resolver un problema en un enorme y costoso escáner de rayos equis. Los ingenieros de la empresa fabricante habían agotado sus tentativas y también los ingenieros de la empresa proveedora de la computadora central. El aparato se negaba a arrancar. Cuando llegué, cinco o seis ingenieros realizaban diferentes actividades alrededor de los gabinetes expuestos. Miré y remiré el complejo equipo mientras escuchaba los intentos que durante toda una semana habían realizado los involucrados y también sus diagnósticos y síntomas. Luego solicité midiéramos los voltajes estáticos del bus principal. Descubrí una señal fuera de rango. Con sencillas pruebas logramos ubicar la tarjeta electrónica causante de la anomalía. Más pruebas después habíamos aislado el circuito integrado responsable. Otro ingeniero sustituyó el componente y el escáner quedó reparado. Fue probablemente sólo un golpe de suerte de mi parte, pero, ¿por qué se parece tanto a la historia de mi padre?

 

Cuando niño, escuché a mi padre contar una anécdota de sus tiempos de estudiante de ingeniería. Entre sus condiscípulos había uno que poseía una envidiable memoria eidética. Ese compañero era capaz de reproducir todas las fórmulas y diagramas del pizarrón una vez que el profesor había borrado las notas de aquella lección. Así lo demostró en una oportunidad cuando el profesor tratando de ponerlo en evidencia le pidió que repitiera la clase. Él parecía dormitar en el fondo del salón. Ya he mencionado en varios cuentos anteriores que no poseo memoria eidética. Aprendo los nombres de mis alumnos, pero no lo consigo sin grandes esfuerzos. Aquellos alumnos que reencuentro en el siguiente curso deben volver a mencionarme su nombre y, para memorizarlos, debo volver a encontrar relaciones con su forma de vestir, con su manera de hablar, con su fisonomía o su personalidad. Siempre que nos topamos en algún sitio público con personas conocidas, mi esposa debe recordarme quiénes son y cuáles son sus nombres. Las características fisiológicas de las personas no se conservan en mi memoria de largo plazo. Lo mismo ocurre con otros muchos atributos del entorno. Ocurrió, sin embargo, que siendo estudiante en la escuela superior, me aburría con el tema de la clase. Dibujaba en hojas de papel aviones futuristas en lugar de los diagramas y fórmulas que el profesor anotaba en la pizarra. El profesor descubrió mi aparente desinterés a su exposición y buscando ponerme en evidencia ante mis compañeros tomó mis bocetos del pupitre y los colgó en el pizarrón. Luego me ordenó ir al frente y explicar el tema. Borré toda la pizarra y reproduje todos los diagramas y todas las fórmulas explicando el fenómeno. ¿Fue tan sólo resultado de la adrenalina o fue que mi memoria de corto plazo sí es buena, o tal vez que, conociendo la anécdota de mi padre, me esforcé por imitar la proeza?

 

Tras estas nuevas casualidades que no son las únicas que guardo en mi experiencia me veo obligado a preguntarme si es que estoy tratando de reconocer patrones donde no existen. Este es un peligro que enfrenta todo ser pensante, aunque siento que tal riesgo es más entretenido que preocupante. Abordaré este tema en la siguiente novela. Las primeras cuatro ya están disponibles en versión impresa. Espero se diviertan leyéndolas y encontrando los mensajes esteganográficos.

 

Las novelas en formato impreso

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