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Jugar a ser genios

 

Creé este cuento hace muchos años para mí y pensando también en alguno de mis hijos, que en aquel entonces no tenía. Lo creé en la pubertad o durante la adolescencia ya no lo recuerdo. Ésta es una versión nueva, pues el original nunca fue puesto en papel y ya lo ha olvidado casi completamente mi deficiente memoria. El cuento está inspirado en una conversación que tuve con mi padre. Ya no sé cuánto del cuento es parte de aquella plática y qué tanto es obra de mi retorcida imaginación. He sustituido los personajes para hermanarlo con los cuentos de El amo de todos los tés.

 

Un abejorro barrigón recién llegado a casa de su último viaje y habiéndose calzado las pantuflas es abordado por su hijo. Ansioso el pequeño estira en su dirección un trenecito de madera. El abejorro recibe el trebejo, hace a un lado el periódico que su esposa había dejado para él en el asiento y se apoltrona en su sillón de costumbre.

 

―Veamos, qué tenemos aquí―, dice con su voz profunda y se coloca las gafas que nunca usa en la locomotora.

 

―No quieren girar, papá, las ruedas se detienen―, explica el pequeño señalando con su dedito la parte inferior del juguete.

 

―Dime hijo qué es para ti la inteligencia―, expresa el abejorro con tono un tanto severo.

 

―Pues recuerdo que el otro día dijiste… que la inteligencia eran las habilidades que nos permiten resolver los problemas (ésta sí es la definición que ofrecí a mi padre, aunque casi estoy seguro que no fue en aquella ocasión).

 

―Muy bien, ya tienes la teoría, por qué entonces no la has aplicado aquí―, expresa el padre mientras intenta con sus toscos dedos mover las ruedas propinándoles empujones en ambos sentidos.

 

―La he aplicado, padre, la he aplicado, de verás; pero las condenadas ruedas simplemente no quieren girar―, dice con molestia el pequeño himenóptero y compungido agrega: ―y yo no soy muy inteligente.

 

Sin retirar los ojos del pequeño juguete el padre continúa con su interrogatorio.

 

―¿Qué es para ti ser muy inteligente?

 

―Pues… ser muy inteligente es―, responde titubeante el pequeño, ―comprender los misterios del universo y conocer las leyes de la naturaleza… y saber todas las respuestas de los exámenes― y luego casi farfullando: ―y poder arreglar los propios juguetes.

 

Sonriendo condescendientemente, el padre objeta:

 

―Pero descubrir cómo la naturaleza lo gobierna todo, no es trabajo de un solo abejorro. Se requiere, sí, de alguno muy observador que perciba los fenómenos, pero luego de otro atento que los clasifique y reconozca patrones, alguno otro, después, imaginativo que intuya la solución y varios otros perseverantes y metódicos que comprueben cada deducción. (“Por muchos años que viviera, la vida de un hombre no alcanzaría para descubrir, él solo, todos los misterios de la naturaleza”, éstas sí son ideas de mi padre aunque quizás no con estas palabras.)

 

―Alguien muy, muy inteligente... un verdadero genio debería poder hacer todo eso,― afirma el pequeño abejorro y sus alas vibran con impaciencia, ―un verdadero genio debería tener todas las respuestas y todas las soluciones, nunca fallar en clase y siempre obtener buenas calificaciones.

 

―Ah,― expresa con alegría el padre, ―aquí está el defecto, estas dos ruedas tienen rebabas que atoran al resto.

 

El adulto deja de intentar girar las ruedas y voltea al trenecito panza arriba.

 

―Los vagones en nuestra cabeza,― continúa hablando el padre llevándose la mano a la bolsa, ―donde guardamos las ideas y los métodos y también los datos y los recuerdos, son muchísimos y sin embargo son una cantidad limitada. Si los usas para ser un mejor observador quedarán menos disponibles para reconocer patrones. Si los usas para ser perseverante, ya no tendrás muchos para la imaginación. Si los usas para la física y las matemáticas ya no quedaran suficientes para ser luego un buen conductor de trenes.

 

Saca de su bolsillo una navaja múltiple de esas que se desdoblan y vuelve a guardar el pañuelo que se ha venido con ella.

 

―Pero un verdadero genio no tendría vagones inútiles, ni guardando ideas estrambóticas, entonces tendría más vagones libres para dedicarlos a pensar soluciones. Escuché que le dijiste el otro día a mi hermana. Y también recuerdo que explicaste que practicando es posible poner en marcha nuestros vagones varados y hacerlos trabajar para nosotros―, replica el pequeño.

 

Con cuidado, para no atraparse un dedo, desdobla una de las navajas de su herramienta.

 

―Guardaste esas ideas muy bien en tus vagones. Me da gusto saberlo. Pero has mencionado a un verdadero genio. Dime, ¿qué es para ti, un verdadero genio?

 

―¿Qué es estrambótico, papá?― Pregunta el pequeño antes de que el padre termine su pregunta.

 

―Pues algo extravagante, es algo que no tiene orden, motivo ni regularidad. Es como una idea inapropiada que está fuera de lugar, es un vagón pintado de colores sicodélicos llevado como símbolo de respeto a un funeral―, responde el padre mientras el rapaz se rasca la cabeza pensando en la pregunta que ha recibido.

 

―Pues un verdadero genio―, responde al fin el hijo, ―sería alguien que consiguiera muchos premios de ciencia, que contara con muchos grados académicos y no se aburriera nunca, pues podría fingirse cualquier persona y sería capaz de inventar sus propios juegos. Sería físico, astrónomo o tal vez habría estudiado medicina o quizás todo eso al mismo tiempo.

 

―Mmm, en este vagón hay una rebaba más, dice el padre, luego agrega: ―estás describiendo a una persona ambiciosa y no necesariamente a un genio.

 

―Dime hijo,― torciendo la boca en varias muecas mientras busca destrabar, ayudado por su navaja, el pasador que evita que las ruedas escapen de los ejes, ―si conversaras con un verdadero genio te darías cuenta que él es una persona excepcional.

 

―Por supuesto.

 

―¿Y cómo lo sabrías?

 

―Por sus palabras, por sus ideas, por sus logros y conquistas.

 

―Y si él no deseara que tú supieras que se trata de un genio, ¿qué pregunta o preguntas harías para determinar que es un genio de verdad?

 

El pequeño mira fijamente el accionar de su padre, pero su cara muestra su incapacidad para encontrar una respuesta.

 

―¿Cuáles son los logros de un hombre inteligente?― Pregunta el padre.

 

―Sus diplomas, sus títulos, el tamaño de su casa.

 

―Si fuera un verdadero genio, ¿crees de verdad que el tamaño de su casa le importaría, la elegancia de sus vestidos, o cuántos títulos enmarcados adornan su pared?

 

El abejorro barrigón, taja despacio algunas virutas en las ruedas para eliminar las rebabas. Mientras realiza esta maniobra, por su boca asoma su lengua y gestos acompañan cada movimiento, luego expresa:

 

―No crees que podría ser un oficinista, un profesor de escuela o un conductor de trenes gozando simplemente de cada día de su existencia. Alguien sencillo que procura en cada tarea únicamente el mejor resultado. Alguien que se diera cuenta de su entorno, de las personas, de lo que pasa a su alrededor. Alguien prudente, mesurado, humilde, que ayuda a su esposa en todas las labores y a su hijo con los deberes de la escuela. Alguien que encontraría sus respuestas en las ideas que emergen en su cabeza y no en los libros y no en las opiniones de las demás personas. No crees que un verdadero genio preferiría disfrutar de llenar la caldera de leña, asomar la cara y sentir el viento, accionar el silbato y vigilar el medidor de presión del vapor, simplemente porque ese es su trabajo. Pues si fuera un genio de verdad no necesitaría que se lo confirmaran.

 

El pequeño no ha dicho palabra, pero no ha quitado su vista de todas las maniobras que su padre ha hecho para intentar reparar su trenecito.

 

―Ya está―, declara satisfecho y se toca la barriga.

 

El adulto guarda la navaja nuevamente en su bolsillo, luego vuelve a insertar los ejes y en ellos, las ruedas.

 

―¿Por qué no querría el genio que yo supiera que es un genio?― Cuestiona pensativo el rapaz.

 

―Dijiste que podría fingirse cualquier persona. Pues podría, también si quisiera, fingirse invisible.

 

―¿Invisible?

 

―Me refiero a pasar inadvertido.

 

―Mmm, tal vez invisible sí, en la escuela los niños abusan de aquellos que son diferentes. Pero cuando grande entonces sucedería todo lo opuesto. Él sería conocido por las personas, aparecería en las noticias, todos lo saludarían con respeto.

 

Mientras escucha los razonamientos de su hijo, ajusta los pasadores en los ejes y reintenta los giros en las ruedas. Sonríe cuando se percata que dan vueltas con libertad.

 

El vástago, reflexionando, se retracta de su respuesta:

 

―No, tal vez no. Los grandes son igual de abusivos. Buscarían aprovecharse de sus conocimientos, de su inteligencia, querrían obligarle a trabajar para ellos, para obtener más dinero o fabricar artefactos de guerra.

 

Para cerciorarse desliza el tren en un descansabrazos del sillón.

 

―Dime hijo, ¿qué serás cuando grande? ¿Serás físico, astrónomo, estudiarás medicina o serás un conductor de trenes jugando a ser un genio que pasa inadvertido como yo?

 

Luego agrega: ―toma ve a jugar, hoy aprendiste algo.

 

El rapaz recibe su juguete reparado con una sonrisa. Se aleja unos pasos. El padre toma su periódico. No le importa no haber recibido las gracias, ya se lo hará ver a la hora de la cena. Debe hacérselo notar, pero no porque él necesite recibir reconocimiento alguno, sino porque ofrecerlas harán a su hijo una mejor persona.

 

―Educar a un hijo es labor más relevante que enmarcar y colgar galardones―, se dice a sí mismo el abejorro barrigón sin emitir palabras.

 

Intempestivamente el rapaz se detiene y se vuelve. Su cara tiene un brillo especial y responde muy animado:

 

―Seré comerciante.

 

Siempre he sido tímido y padezco evidentes limitaciones para hablar. Así que no me costó ningún trabajo fingir que soy un verdadero-genio-pasando-inadvertido. En alguna ocasión, en mis tiempos de la escuela superior, mi padre me entregó una de sus tarjetas de presentación con una leyenda garabateada en el reverso. Me dijo: “toma, llévala al director de la escuela de física y matemáticas, él es mi amigo, solicítale que te inscriba en la carrera de física, tú tienes capacidad para cursar dos carreras simultáneamente”. Me sentí muy halagado por aquella proposición de mi padre; aunque más tarde, también me sentí aliviado cuando no fui aceptado por motivos de estatutos académicos (mi padre sabía cómo hacer sentir inteligente a una persona, pues también sabía de los estatutos académicos). Desde la conversación sobre los genios y la tarjeta de presentación he jugado al abejorro-escribe-cuentos y también a sentirme un verdadero-genio-pasando-inadvertido. Ambos son juegos divertidos que todos podemos jugar.

 

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