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El puente Capilano

Cuando niño, las montañas atraían mi mirada como grandes magnetos y se colaban insistentes en mis pensamientos.  Mi ciudad natal está rodeada por volcanes, tres de ellos resaltan su silueta del horizonte y se engalanan de blancas vestimentas en invierno. De esas tres altas cumbres, sólo el Popocatépetl, cerro-que-humea en náhuatl, continúa activo y se ha convertido recientemente en noticia por sus imponentes y pertinaces exhalaciones. En aquellos tiempos de mi infancia, yo soñaba en convertirme en alpinista y escalar sus escarpadas cañadas. Conquistar las catorce cumbres ochomil era una ensoñación con la que no me atrevía siquiera a fantasear. Mi película favorita por mucho tiempo fue La Montaña Siniestra con Spencer Tracy. Sin embargo, las películas no han sido siempre buenas influencias y la infancia es irreflexiva e imprudente. Mi hermano y mis amigos nos retábamos, unos a otros, para desafiar al miedo caminando temerariamente por el angosto barandal de la azotea del edificio que habitábamos. Caer de aquel barandal hacia la azotea significaba, cuando más grave, una luxación del tobillo; pero caer hacia el lado contrario habría significado precipitarse a un patio, cuatro pisos más abajo. Pero el mundo da muchas vueltas y en alguna de ellas, por razón que desconozco, yo extravié el coraje; debe haberse caído de mi bolsillo en uno de esos tantos giros.  (Mejor que haya sido el coraje lo que perdí y no el equilibrio.) Pero pagué caro aquellas insensateces de la infancia, pues ahora padezco, y seguramente por los ocultos y reprimidos recuerdos de aquellas imprudencias, de una leve acrofobia. Cuando visito en compañía de mi familia alguna ciudad, para nosotros desconocida, solemos buscar el edificio más alto que tenga un mirador. En Boston visitamos el Skywalk Observatory del edificio Prudential; en Vancouver, el restaurante giratorio del hotel The Empire Landmark; en Paris, por supuesto, La Tour Eiffel. En esas ocasiones mi corazón se ha acelerado y mi respiración se ha vuelto irregular. Me he visto forzado a caminar muy despacio para alcanzar la orilla y he tardado no pocos minutos en recuperar el temple. Aunque luego el vértigo graciosamente desaparece y me olvido de mi discapacidad.

 

Fue precisamente en Vancouver donde padecí mi mayor crisis. Visitábamos, en esa ocasión, el puente Capilano. Una estructura colgante que une, a setenta metros sobre el torrente fluvial, las dos orillas del río del mismo nombre. Es un largo puente de ciento cuarenta metros suspendido por cables metálicos y transitado por miles de paseantes todos los años. Antes de cruzar, posamos por turnos para las primeras fotos. Mas cuando intentábamos las siguientes en grupo, un niño de escasos ocho años llegó brincando hasta el puente. El puente se bamboleó. En segundos, un cosquilleo invadió progresivamente mi espalda y trepó por mi cuello. Al llegar a la cabeza se transformó en orden imperativa de abandonar el sitio. Nada podía haberme detenido: alcancé la orilla y me alejé cuanto pude del puente. Guadalupe con su potente voz me gritaba que ya el niño había cruzado, que ya el puente estaba quieto, que ya podía aventurarme sin provocar a mi vértigo. El zumbido en las sienes no cesaba y me alejé aún más para evitar escuchar la voz de mi esposa. Me senté en una banca y procuré relajarme. Cuando lo hube logrado, hice un intento por volver al puente, pero no pude poner un pie sobre su calzada. Volví a caminar alejándome del desafío para buscar controlar mi respiración. Tras pocos minutos intenté nuevamente. A la travesía, cuando di el primer paso, el vértigo se unió de inmediato. Me concentré en caminar y fijé mi vista en el otro lado. Mi visión se estrechó como si mirara a través de un túnel. Regulé mi respiración y continué avanzando. En la mitad del recorrido, un padre y su hijo se tomaban fotos mutuamente. Mi cara debe haber mostrado temor; pues la expresión de ellos, al mirarme, mostró desconcierto.

 

―La mitad difícil es la primera, lo demás es pan comido―, me repetí para animarme.

 

Me abstuve de acelerar el andar a pesar de que algo me decía:

 

―Corre hasta lugar seguro.

 

Seguí caminando despacio hasta alcanzar mi meta.

 

―No importa cuán grandes sean mis miedos siempre podré superarlos―, me dije a mí mismo como premio.

 

En el otro lado del puente localicé a mi hijo y a mi esposa por su voz estridente y su constante charla. Se alegraron de saber que puedo sobreponerme a mis limitaciones. Al regreso, sobre el puente, tomé a Guadalupe del hombro y caminé como autómata.

 

Conclusión: las acciones irreflexivas de aquel niño de ocho años brincando sobre el puente me obligaron a enfrentar mis temores, me dieron la oportunidad de superarme a mí mismo. (Sucedió que un ingenuo niño pasó corriendo junto a mí y logró con ello arrancarme de mi marasmo y obligarme a reflexionar sobre ideas inspiradoras.)

Exhalación del Popocatépetl el 5 de julio de 2013.

En esta foto con mi madre tengo las manos sobre el barandal de la azotea.

Puente Capilano fotografiado desde el aire.

Una de las primeras fotografías de aquel paseo.

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