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El mapa de un tesoro - parte 3

Aunque no pude recordar quién o cuándo durante mi niñez me la había narrado, recordé una fábula sobre un falso tesoro heredado. Se trata de un campesino que deja a su muerte un terreno poco fértil para la labranza. El beneficiario de aquella herencia es su hijo; muchacho poco dedicado y con una marcada cortedad para vislumbrar posibilidades. En el momento antes de expirar, con el último aliento, el padre confiere a su hijo un secreto. Enterrado en aquella parcela existe un tesoro. Cuando el muchacho finalmente recibe su legado sin descanso remueve la tierra en busca del preciado caudal. Trabaja día y noche durante varias semanas. Al fin agotado se rinde ante la tarea imposible. No hay tal tesoro o por lo menos el muchacho es incapaz de dar con él a pesar de haber removido cada centímetro cuadrado del terreno. Resignado el joven campesino esparce semillas en su parcela esperando obtener al menos una buena cosecha. La cosecha es efectivamente fecunda pues el terreno removido se ha tornado fértil. Las siguientes cosechas en los años posteriores también lo son. De mala gana el muchacho se conforma con su poca suerte, pues nunca llega a comprender el verdadero tesoro que su padre le ha heredado.

 

Un instante después mis pensamientos volaron a otro sitio. Vislumbré un ser de apariencia extraña parado en un huerto igualmente oscuro mirando a través de un telescopio el brillo de una moneda traslúcida tres millones de años luz alejada. Ese ser habitaría un planeta de una estrella en Andrómeda y la galaxia que observaría sería nuestra Vía Láctea. Él miraría el brillo que nosotros irradiamos en su dirección; así que el ser habría ensamblado su instrumento tres millones de años después que nosotros ensamblamos el nuestro.

 

—¿Cómo sería el ser que miraría en nuestra dirección?— Me pregunté. —¿Qué pensaría y que aspiraciones tendría? ¿Cuáles serían sus desafíos y qué sería lo que más amaría: serían personas como yo amo, serían riquezas, serían conocimientos de las ciencias?

 

Y toda aquella magia ocurrió en tan sólo un instante. Einstein estaba equivocado, la imaginación vuela más aprisa que la luz. Fui hasta la galaxia de Andrómeda y volví al huerto de la hostelería en menos tiempo que lo que toma un parpadeo.

 

Mi imaginación volvió a conmutar de ideas. Pensé entonces en escribir todo esto. Pensé en enviárselo a mi hija para su opinión. Si el estímulo del actor son los aplausos, el estímulo del escritor son las indulgentes críticas recibidas de las personas que ama. Cada vez que he escrito algo, se lo he enviado a mi hija que vive lejos. Mi Fernanda siempre responde con amables, precisas e inteligentes observaciones sobre mi obra. ¿Qué escritor puede desear una hija mejor? Así que estas líneas aquí plasmadas pasarán por sus manos antes de llegar al destinatario final.

 

Todas estas ideas danzaron desbocadas en mi imaginación sin orden, sin motivo y sin consecuencia. Brincaba de una a la otra mientras giraba con la mano temblorosa los tornillos de ajuste de la posición. No quería permitir que escapara mi tesoro, mi ojo seguía pegado a la galaxia de Andrómeda. Yo estaba extasiado mirando la imagen a través del telescopio. Finalmente pasé el turno, para mirar, a mi esposa. Fue entonces que recapacité en quienes habían conseguido realmente aquella conquista.

 

—Encontré mi tesoro, papá, y no fue la galaxia de Andrómeda que tantas noches buscamos tú y yo juntos. Sé que tú también lo sabes, no me heredaste un terreno labriego pero me dejaste tu mapa. Con él encontré mi tesoro como el campesino heredero de la fábula. Mi tesoro es la esposa que elegí para enriquecer mi vida, es la compañera que me dio tan bellos hijos. Encontré mi tesoro, papá.

 

—Y ese tesoro eres tú… Guadalupe. Me acordé de ti cuando te cedí el turno para mirar la galaxia. Recordé que me contaste cuánto habías buscado entre las pertenencias de tu madre fallecida una carta como el mapa del tesoro que yo encontré en la caja de mi papá. Me contaste cuánto te había dolido no encontrar ninguna a pesar de lo mucho que tú y tu madre se habían querido, del tanto tiempo que compartieron juntas y las innumerables noticias que se intercambiaron siempre que tú estabas lejos. Ella murió estando tú en Sao Paulo y no te dejó una carta como mi mapa.

 

Con esta narración, si tú así lo quieres, compartimos tú y yo el mapa que dejó mi padre y la carta que no escribió tu mamá.

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