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El mapa de un tesoro - parte 2

Una tarde que volvía de la oficina y conducía un tanto distraído, con la mente enredada en muchas ideas, procurando inútilmente darles orden miré al sol que se ocultaba tras el horizonte. Sus rayos apenas sobresalían por entre las colinas. Percibí una pequeña mota brillante que asomaba muy cerca de los últimos destellos de su luz. La mota reflejaba los rayos del astro y también estaba a punto de ocultarse.


—Ese planeta no es Venus—, me dije a mí mismo, —debe ser entonces Mercurio.


Llegué hasta mi computadora, descargué de internet las cartas astronómicas que me permitieron confirmar que estaba en lo correcto.


—Otro reto más alcanzado, papá,— expresé en pensamientos, —aunque no sea a través de nuestro telescopio, pero he podido observar al planeta Mercurio.


Quise entonces recuperar el telescopio de mis juventudes. Éste había sido desmantelado hacía mucho tiempo, pero yo aún conservaba el espejo. Sólo tendría que comprar un tramo de tubo de aluminio lo suficientemente amplio para albergar al espejo y lo suficientemente largo para contener la longitud de foco. Adquirir también los materiales que improvisaran la montura, rehaciendo así el aparato. Con él podría conseguir el reto de Andrómeda guiado por las instrucciones que mi padre me dejó en su mapa. Localicé el espejo. Estaba manchado. El aire y el tiempo se habían encargado de oxidarlo. Su capa de plata tenía pecas por todos lados y algunas zonas completamente opacas. Intenté limpiarlo y sólo conseguí maltratar aún más su superficie.


Platiqué a mi esposa estas historias. Ella las escuchó atenta.


—¿Y qué harás entonces?— Preguntó.


—Algún día compraré un telescopio y seguiré las instrucciones del mapa de papá—, respondí.


Un año más tarde recibí, en mi cumpleaños de manos de ella como regalo, un telescopio reflector de cinco pulgadas con montura ecuatorial y todo. Y al mes siguiente una invitación para visitar Xochicalco, lugar de una famosa zona arqueológica enclavada en el estado de Morelos que goza de una baja contaminación lumínica.


—Durante el día, podremos visitar las pirámides,— expresó ella, —durante la noche miraremos al cielo en busca de tu galaxia.


Acepté de inmediato. Obtuve en el trabajo las necesarias vacaciones y ella organizó aquel paseo. Mi hijo aceptó acompañarnos.


Manejé hasta Xochicalco. En la cajuela del auto transportábamos el flamante telescopio. Nos registramos en la hostelería. Un lugar agradable lejos del poblado más próximo. Contaba con alberca, que nunca usamos, y una huerta con árboles frutales ideal para ubicar nuestro punto de observación. Dejamos las maletas en el cuarto y fuimos a pasear por los alrededores. Al día siguiente, visitamos las ruinas precolombinas. Me maravillé con el pozo de luz que el guía explicó era sitio muy importante para los rituales de aquella cultura. Moví mi mano dentro de su luz y observé cómo se estiraba la figura por la difracción. Mi mano parecía estar tratando de alcanzarse a sí misma. En ese sitio determinaban los sacerdotes el equinoccio y los momentos apropiados para la agricultura.


—En aquellas noches lejanas, esos sacerdotes miraban al cielo para alcanzar sus propósitos, esta noche nosotros lo miraremos para alcanzar el nuestro—, pensé mientras el guía continuaba explicando.


Regresamos a la hostelería ya tarde y, después de comer, sacamos de la cajuela el aparato. Había poca luz cuando mi hijo y yo iniciamos la labor de ensamblar el telescopio. Tuvimos que iluminar las instrucciones con una lámpara de mano. Padecimos algunos tropiezos con la traducción de los textos, pues no llevamos con nosotros ningún diccionario. Pero al fin lo conseguimos. El cielo estaba despejado. Pensé que aquello sería un reto sencillo. Después de todo contábamos con una montura que se movía con tornillos de ajuste fino, binoculares, poca contaminación de la luz de los alrededores, un telescopio aún más potente que el de mi padre; pero yo había perdido la paciencia del astrónomo.


Muchas horas dedicamos mi esposa, mi hijo y yo a ubicar en el cielo la elusiva galaxia. Usamos varios mapas de constelaciones, algunas cartas astronómicas que había llevado conmigo y, por supuesto, también el mapa del tesoro de papá. A la búsqueda se unieron mi cuñado (Ernesto) y su familia (Nora y Aldar). Distrajimos nuestros esfuerzos para mostrarles a ellos: Júpiter, la Nebulosa de Orión y el enjambre de Las Pléyades.


—Dejémoslo para mañana—, dije al fin cansado.


—¿Mañana? El cielo podría no estar tan despejado,— discrepó Ramón, —debemos seguir intentando.


Me hice a un lado y me senté en el suelo. Mi esposa solicitó que nos apagaran las luces del huerto. Ramón desplegó toda su perseverancia y, luego de más fallidos intentos, dijo con voz pausada:


—Aquí está, la tengo en el campo visual. De prisa, échenle un vistazo.


Di un salto para ponerme en pie. Me acerqué al aparato y, lentamente para evitar mover su posición, pegué el ojo al lente ocular. Una borrosa y pequeña elipse parecida a una nube en miniatura, a un plato traslucido apenas visible, a una alargada mota de polvo, a una lejana moneda vista no de canto y no de frente ocupaba el centro del círculo a través del telescopio. Ahí estaba el tesoro, al fin lo habíamos encontrado. Por turnos miramos aquella imagen. Cambié los lentes para observarla en diferentes tamaños, usé los lentes de mi padre. La proporción de su tamaño variaba con respecto al campo visual. Más estrellas vecinas aparecían con los lentes de menor potencia, pero la figura seguía siendo igual. Entendí entonces porque nunca conseguimos en mi juventud nuestro reto. Aquella imagen era tan difusa que la contaminación lumínica de nuestra gran ciudad obstruyó todos nuestros esfuerzos.


—Aquí está la galaxia de Andrómeda, papá,— dije en mi cabeza, —ahora sí, todos los retos alcanzados.


(Gracias Guadalupe, tu empatía, iniciativa y regalo pusieron en marcha esta conquista. Gracias Ramón, tu perseverancia astronómica la consiguió. Gracias papá, tu mapa encendió la chispa.)

Pozo del observatorio astronómico en Xochicalco, Morelos, México.

Las fotografías que miramos en los libros de astronomía están coloreadas artificialmente. A través de un telescopio las imágenes son monocromas. Esta es la nebulosa de Orión.

No es así como puede observarse la galaxia de Andrómeda con un telescopio reflector de cinco pulgadas; sólo se distingue su centro y apenas como una moneda difusa vista no de canto y no de frente.

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