

saga de novelas de ciencia ficción

El mapa de un tesoro - parte 1
Como muchos de ustedes saben tengo la cabeza en las estrellas y por supuesto no me refiero a las divas del cine; sino a aquellas del cielo y claro está que tampoco estoy hablando del cielo administrado por San Pedro. Me refiero al cielo que está más allá de las nubes. La causa de esta encefalia-pro-estelar se comprende del siguiente cuento que escribí hace no mucho tiempo. Espero les guste. Toda similitud con personajes y hechos reales es deliberado y cínico intento.
Hace seis años mi padre murió. Tras las exequias y las tristezas vinieron los desprendimientos. Mi madre repartió entre sus hijos todas sus pertenencias. Su computadora pasó a manos de una de mis hermanas, sus libros se repartieron entre todos los allegados, sus CDs de música, sus gorras, sus chamarras; mi madre repartió hasta sus pares de zapatos. Yo recibí, entre muchos objetos, una caja. La reconocí de inmediato. Sabía bien cuál era su contenido. Era la caja de cartón reforzado color azul donde siempre guardamos los frágiles instrumentos de nuestras horas de esparcimiento. Cuando adolescente yo, mi padre me dedicó muchas horas. Compartimos diversiones, entretenimientos y un pasatiempo peculiar. Construimos juntos un telescopio reflector con tubos de plomería y una cruceta de madera a modo de pedestal. A pesar de ser instrumento rústico incluía un espejo de cuatro y media pulgadas que mi padre consiguió nos fuera pulido en el instituto de astronomía de la universidad, y también un juego de lentes oculares comprados en una casa de ciencia extranjera. La caja que recibí de manos de mi madre contenía todos los lentes de aquel telescopio y cerrada, tal como me fue entregada, se guardó con sumo cariño en un cajón. Muchos meses transcurrieron. Olvidé la caja y por supuesto también el cuidado con que la guardé. Pero llegó el momento de acomodar cajones. Me topé con la caja. La abrí. Efectivamente contenía aquellos lentes que mi padre y yo utilizamos tantas noches. Con ellos atisbamos los cráteres de la Luna, los intrigantes detalles de Marte, los satélites de Júpiter y su gran mancha roja, los anillos de Saturno y la tersura de Venus. Todas las noches nos establecimos una meta. Miramos a través de aquellos instrumentos: nebulosas, constelaciones, estrellas. Alguna noche fortuita pudimos observar también la migración de unas aves contra el fondo plateado de la Luna. No siempre conseguimos nuestra meta la misma noche que la planteamos y debimos postergar los empeños para la siguiente velada. Las nubes, por supuesto, entorpecían nuestros esfuerzos; mas la real dificultad consistía en que mover la rudimentaria mecánica de nuestro telescopio era una labor que requería muchos intentos por lo imprecisa. A la siguiente noche, o a veces tras varias fallidas tentativas de una semana, conquistábamos al fin nuestra meta. Las alcanzamos todas. Dos retos, sin embargo, se nos quedaron pendientes. Echarle un vistazo a la galaxia de Andrómeda era uno de ellos. Todos estos recuerdos llegaron a mi mente sin orden, arrastrando un largo velo de nostalgia; mientras extraía con reverencia uno a uno los lentes de la caja. Debajo de aquellos lentes, confundido con el papel de china que habíamos utilizado para acojinarlos, encontré una hoja de papel. Era un mapa dibujado por papá. Un boceto que incluía varias constelaciones que ambos conocíamos bien y la distancia relativa que guardan con la galaxia de Andrómeda. Para mí, encontrar aquel pedazo de papel fue tanto como toparme con el mapa de un tesoro.