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El amo de todos los tés - parte 2

El abejorro, muy sobrio pero elegante, se presentó en palacio el día de la entrevista. Saludó cortésmente a la directora de bienes de consumo. Ella le respondió el saludo aunque su cara mostraba la incredulidad por la audiencia que el comerciante había conseguido. Acto seguido le guió al salón recibidor donde les aguardaba la primera ministra.

 

―¿Mi nombre, majestad?― Dijo el vendedor alzando la cara intrigado tras haber hecho la reverencia de entrada; él había firmado la nota explicado su nombre, si la Reina había leído la carta debía padecer de memoria escurridiza.

 

La Reina de todas las mariposas se percató del desconcierto que su pregunta había causado y se apuró a explicar:

 

―Las mariposas partimos mañana, no he tenido tiempo de atender mis asuntos como es mi costumbre, pero no quiero dejar cuestiones sin atender. No he leído su solicitud. No miré su firma al calce y es por ello que desconozco su nombre. Pido disculpas por mi falta.

 

―Mi Reina no necesita pedir disculpas―, se apresuró a expresar el abejorro haciendo una segunda reverencia.

 

Ambos quedáronse mirando uno al otro por largo rato sin atinar a expresar ideas.

 

La primera ministra se aclaró la garganta para interrumpir aquella escena impropia del protocolo.

 

―Ah sí―, dijo entonces la Reina, ―¿cómo se llama usted?

 

El abejorro hinchó su pecho orgulloso, pero luego, recordando los comentarios recibidos acerca de su apelativo en las anteriores entrevistas, pronunció titubeante:

 

―En todas las comarcas… soy conocido―, dijo omitiendo conscientemente iniciar con mi-nombre-es y concluyó luego: ―como “el amo de todos los tés”.

 

La monarca inclinó la cabeza ligeramente, pero con toda ceremonia y con toda formalidad respondió:

 

―Encantada de conocerle, señor amo de todos los tés.

 

Volvieron a quedar en silencio unidas sus miradas en forma que incomodó a la primera ministra. Ella repitió aun con mayor estrépito los sonidos de limpieza de su garganta.

 

―Con mis especias, majestad, pueden prepararse infusiones deliciosas, relajantes, curativas, fortificantes, inspiradoras e incluso alimenticias―, retomó la conversación el abejorro comerciante.

 

―Pareciera que usted mismo las cultiva―, expresó la Reina de todas las mariposas.

 

―Ayudo a su cosecha y empaque. De esta forma me aseguró que ofreceré luego los mejores productos.

 

La belleza de la soberna atrajo desde luego a nuestro personaje. Le maravilló también la inteligencia que la Reina poseía, pero lo que más lo cautivó fue sin duda alguna su prudencia y su tacto, su elegancia y su recato. A ella le agradó el porte de aquel himenóptero, la pasión que desplegaba por su trabajo, su incansable persistencia y su gentil trato.

 

―Ahora, mi querido amigo, me será imposible evaluar su propuesta―, dijo la monarca, ―mañana partimos rumbo a nuestro hogar veraniego. Le suplicaré que vuelva a solicitar audiencia conmigo el próximo invierno.

 

El enjambre de mariposas partió con rumbo al norte. Por meses la imagen de la soberana y sus perspicaces palabras resonaron en la cabeza del comerciante. Mientras tanto en el alejado lugar donde las mariposas monarcas disfrutaban de un más favorable verano ocurría un fenómeno parecido en los pensamientos de la Reina. A ella le asaltaba, de cuando en cuando, el recuerdo del insistente comerciante de especias. Lo gracioso de la situación es que ninguno de los dos pensaba en el negocio ni tampoco en los beneficios que pudiera acarrearles. Ambos pensaban en el otro.

 

Después de varios meses las mariposas regresaron a su santuario. El abejorro se presentó en palacio. Su semblante y actitudes incomodaron sobremanera a la primera ministra. La Reina no notó inconveniente. Ella también mostraba conductas y facciones extrañas; impropias de una soberana según la opinión, nunca expresada, de la primera ministra.

 

―Existe el té de tila,― dijo el comerciante, ―el té boldo, el té de manzanilla, el té de yerbabuena, el té de ajenjo; pero el amo de todos los tés es el…― pero ya no concluyó la frase. Un leve rubor que asomó a las mejillas de la Reina le impidió continuar hablando.

 

La primera ministra respiró aliviada y condujo al abejorro, casi a empellones, con la directora de bienes de consumo para que se concretara el pedido que la monarca había ordenado.

 

El abejorro por años proveyó a la colonia de especias de todos los tipos. Las mariposas se aficionaron a la hora del té y crearon un ritual que repetían con alegría antes de tomarlo. Él cumplió con diligencia y prontitud las condiciones acordadas para cada entrega. La Reina de todas las mariposas por su parte cumplió puntual los pagos pactados. La relación entre ambos perduró. El abejorro entraba y salía de palacio como si fuera el propietario, pero él y la Reina mantuvieron siempre el trato que dictan las relaciones comerciales; ellos pertenecían a mundos diferentes, un vínculo de otro tipo habría sido inimaginable. Ambos lo sabían.

 

Pero llegó el día en que el amo de todos los tés se sintió muy enfermo y no pudo ya acudir a palacio para tomar el pedido de su majestad. Se vio obligado a guardar cama muy a su pesar. La Reina de las mariposas enterada de la postración de su amigo no envió comitiva para conocer a detalle su padecimiento, no. Ella acudió personalmente contra sus propias dolencias y contra todos los consejos de sus médicos. Se quedó a la cabecera de la cama del enfermo hasta el último suspiro de aquel que había conseguido tocar con sus palabras y confirmar con sus acciones principios virtuosos.

 

Mientras sus súbditos realizaban la maniobra para retirar el cuerpo, la Reina, aún sentada a la cabecera de la cama, desdobló la carta que el comerciante había escrito solicitando aquella primera audiencia y que la soberana traía consigo. Ella la conservó todos esos años siempre cerca de su corazón. Pues el perseverante abejorro explicaba en la firma al final de todas las restantes palabras el motivo de su nombre. Con dificultad por los estremecimientos leyó en silencio los primeros párrafos. Finalmente llegó a la firma en el calce.

 

―Mi nombre, que proviene…― dijo en voz alta la Reina derramando más lágrimas al leer por enésima vez aquella frase que explicaba el verdadero apelativo de su amor platónico, pero no consiguió seguir leyendo.

 

La primera ministra se acercó para consolar a su monarca. Recibió el papel de manos de la soberna que aún continuaba llorando y escuchó instrucciones, con frases entrecortadas por los sollozos, para leer la nota. Leyó la primera ministra en voz alta para la Reina. Mencionó datos de productos, descripciones de ventajas, promesas de beneficios para el consumidor. No comprendía la primera ministra que aquellas palabras pudieran conmover tanto a la Reina. Al final de la nota leyó también la firma:

 

―Mi nombre, que proviene de mi bautizo y la manera como lo he deformado para entretenimiento de quienes lo escuchan o leen, es éste: El (R)amo(n) de todos los (Cor)tés.

 

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