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Bloqueo total en coronaria

En noviembre de 2008, cuando trabajaba en los capítulos 20 y 21 de El cazador de rayos padecí un infarto. Este es el relato que escribí de aquella experiencia y que se publicó en la revista Playboy en su número de agosto de 2009.

Quizás alguna vez cuando niños, habremos oído a los adultos mayores hablar sobre un infarto al corazón. Yo registré de aquellas pláticas sólo algunos datos: el brazo izquierdo te duele mucho y sientes que un elefante se sienta en tu pecho.

 

Empezó un viernes. La tarea cotidiana más trivial, como transportar una silla o subir escaleras, me provocaba sofocaciones. Nada que un par de minutos de reposo sentado en un sillón o acostado no resolviera.

 

—¿Será el mucho trabajo barnizando puertas y escaleras; será que me va a dar un resfriado; o, tal vez, la angustia que provoca tantos meses sin empleo?

 

El sábado la cuestión no mejoró. Acompañé a las compras a mi esposa pero, pruden-temente, permanecí en el auto.

 

—¿Para qué agravar el resfriado que viene?

 

El domingo estuve en casa procurando no fatigarme. El domingo es día de descanso hasta para las enfermedades, mas cuando me recostaba sobre mi lado izquierdo resentía incómodas palpitaciones. El corazón me daba brincos fuera de ritmo como si estuviera olvidando el arte de llevar el paso. El asunto empeoró con la nueva semana. Las sofocaciones y palpitaciones se agravaron. Ya no eran suficientes unos pocos minutos para recuperar la respiración y la cadencia cardiaca. Apareció un dolor en la espalda justo en el centro, a la altura del pecho, detrás de la línea del corazón. Lo sentía como los vampiros deben haber sentido con su estaca cuando el héroe de la película al fin descubría su punto flaco.

 

Hace muchos años padezco contracturas lumbares. Cuando aparecen vitaminas, desinflamatorio muscular y reposo lo resuelven en pocos días. Me pregunté si sería que estaba padeciendo una contractura; pero esta vez, no en la cintura sino en la espalda. Para confirmar apliqué el mismo protocolo y ¡acertado! los síntomas desaparecían. Siempre he procurado tomar los medicamentos, cuando no son antibióticos, en lapsos cada vez mayores. Así que empecé cada ocho horas, pero los malestares eran tantos que terminé con lapsos menores. El martes desperté, no había en mi pecho un elefante sentado, pero sentía frías las manos y dolores leves en la parte posterior del brazo izquierdo y el omóplato derecho. Una ligera presión en el pecho sobre todo en el pulmón izquierdo. No había un elefante sentado, pero la estaca del vampiro se había hecho más ancha y, también, más aguda. El ánimo estaba por los suelos y asusté a mi esposa tanto que me obligó a prometerle que el viernes visitaríamos al médico. Pase el martes recortando los lapsos entre una cápsula del desinflamatorio y la siguiente. Tres cápsulas en quince horas y el dolor ya no menguaba. El viernes, aún creyendo que el problema era mi columna, solicité radiografías de la zona, mientras mi esposa, observadora externa de los síntomas solicitó un electrocardiograma. No era necesario tener especialidad en cardiología, ni siquiera haber estudiado medicina para darse cuenta que algo andaba mal en las gráficas. Visitamos al médico y él practicó un segundo electro. Su diagnóstico fue que consideraría imprudente no ir al hospital saliendo del consultorio. La noticia me atemorizó por supuesto, pero ver a mi esposa asustada y triste me devolvió el valor. No cabe duda, cuidar de otro te hace sentir más fuerte.

 

Tras algunas horas de espera, ingresé a terapia intensiva, a la unidad coronaria del Instituto de Cardiología. Sólo tres quejas tengo de mi estancia. El sueño es en abonos, cuando empiezas a conciliarlo llega la enfermera nuevamente, esta vez para tomar una muestra de sangre. El baño es muy incómodo, aún si no padeces de pudor, el frío del ambiente te hace temblar. Todavía conservo de la experiencia una tos y creo que se la debo a esos momentos desnudo. El inventor del “cómodo”, estoy seguro, eligió tal nombre para reducir un poco la real incomodidad del artefacto. Los primeros dos días de hospital fueron para quitar el dolor, pues no se puede intervenir con catéter un corazón que está sufriendo. El siguiente día me la pase esperando turno. Al cuarto día, al fin, fui llevado al cateterismo. Llegué en camilla a una sala de ciencia ficción. Con pantallas planas e instrumentos colgando del techo. Las pantallas se movieron como dándome la bienvenida. Había un aparato de rayos X como una gran letra C a mí alrededor. En un extremo, un tablero se movía curioso, supongo que se trataba del detector de rayos. Como ojo escudriñador se alejaba, giraba y volvía a acercarse. Una sala en el fondo como torre de control con vidrios polarizados estaba más elevada, seguramente para no perder detalle. Pude ver a través de los vidrios computadoras y más instrumentos. Los enfermeros me indicaron como pasar de la camilla a la mesa de operaciones, los doctores se presentaron y comenzaron muchos preparativos de los que solo podría reportar los sonidos.

 

—Voy a aplicar un piquete y va a doler,— al fin dijo uno de los doctores, —es anestesia local.

 

Recibí un pinchazo en la ingle. No dolió tanto, creo que por el miedo, las sensaciones se habían aletargado. Todo el tiempo estuve consciente y cuando insertaron la guía por la arteria femoral desde la ingle yo sentí como si me hubiera tragado un palo de escoba.

 

—Respire profundo—, me ordenaban y yo respiraba.

 

—Ahora suelte el aire— y yo soltaba.

 

Dentro de mi cuerpo se movía algo y yo sentía exactamente por dónde. Al fin salió la guía pero yo aún tenía algo dentro. Después de un rato de maniobrar por mis arterias coronarias uno de los doctores solicitó:

 

—Pásame uno de tres por veinticuatro.

 

Una enfermera me hizo tragar píldoras mientras estaba acostado y luego volví a sentir que algo entraba.

 

—¡Me lo regresa, me lo regresa, no logro fijarlo!— Dijo una voz.

 

—Por favor, Señor—, yo pensé, —ya no se lo devuelvas.

 

Una persona entró al quirófano.

 

—¿Qué sucede?— Preguntó.

 

—Me lo estaba regresando, pero ya logré colocarlo.

 

—Se debe a que la lesión es muy grande—, contestó la voz del visitante y luego se retiró, yo agradecí al cielo.

 

Un poco más tarde, el catéter también salió. Todo el procedimiento debe haber ocurrido en poco menos de una hora.

 

—No doble la pierna derecha—, ordenó uno de los doctores, —y así la va a mantener por veinticuatro horas.

 

—Derecha la pierna derecha—, yo bromeé y seguí las instrucciones para regresar a la camilla.

 

Me devolvieron a terapia intensiva, donde un equipo de enfermeras me recibió para reconectar los electrodos y demás sensores del monitor de signos vitales.

 

—¿Qué le pareció el cateterismo?— Vino a preguntar un doctor.

 

—No fue tan difícil, doctor—, respondí.

 

—Bueno, pues ahora viene lo pesado. Debe mantener la pierna derecha recta y quieta por veinticuatro horas.

 

Yo pensé:

 

—¡Después del palo de escoba esto va a ser pan comido!

 

A las pocas horas vinieron para tomar una muestra de sangre para medir mis tiempos de coagulación. No pasé la prueba al primer intento, como suele sucederme, y tuvieron que regresar tres horas más tarde para volver a tomar la muestra. Alrededor de las once de la noche se apareció un doctor y me preguntó:

 

—¿Sabe usted de qué mueren los toreros?

 

—Si doctor—, contesté.

 

—Bueno, pues preste atención a lo que voy a indicarle para que no le pase a usted.

 

Sacó el introductor de mi pierna y apoyó en mi ingle su mano con fuerza.

 

—Grite si quiere, pero no se mueva.

 

Me mostró el introductor, una aguja gruesa de unos doce centímetros de largo en forma de jeringa alargada de color blanco. Me preguntó si había escuchado los gritos del paciente anterior. Le respondí que no y traté de hacer una mejor actuación. Treinta minutos más tarde, retiró la presión de mi ingle y aplicó un vendaje.

 

—Colocaré estos dos sacos de arena sobre su ingle y no va a mover su cadera ni a encoger su pierna por cuatro horas.

 

Cada costal pesaba tres kilos y cuando los pusieron me pareció que podían haberme puesto el doble. Pero más tarde aprendí que es el tiempo y no el peso lo que exaspera. Sin poder hacer más nada que imaginar imaginé a mis seres queridos, imaginé a los personajes de mis novelas, imaginé a mis amigos, imaginé que imaginaba. Pero por más esfuerzos que la imaginación hacía, los pensamientos volvían a la posición de piedra y a los sacos. Trate de orar y las oraciones escaparon de mi memoria y de mis labios.

 

—Paciencia, paciencia—, me recomendaba yo mismo y volvía a mirar al reloj y volvía a pensar en los sacos.

 

A las dos horas solicité a la enfermera algo para aliviar el dolor de la cintura. Malas noticias, nada podía darme. Más tarde, sentí un escurrimiento en mi entrepierna. Llamé nuevamente a la señorita.

 

—Aaay, no me asuste—, dijo la enfermera mientras revisaba.

 

—Es sólo sudor le voy a quitar un saco y ya sólo esperaremos una hora más.

 

Yo suplicaba:

 

—Por favor Señor, no me mandes ahora una contractura en la cintura.

 

Al fin pasaron las tantas horas, la enfermera retiró el segundo costal y me permitió girar el cuerpo a otra posición con la única precaución de no doblar la pierna. Me quedé dormido al instante. Me dieron de alta al día siguiente. Me habían hurgado el corazón, me hicieron un agujero en la ingle, me pincharon una docena de veces el brazo derecho, pero lo único que me dolía era la cintura y ¡dolía de verás!

 

Leí el reporte médico final: “inserción de stent 3x24mm para corregir bloqueo total de la arteria coronaria descendente anterior izquierda”. Qué pocas palabras describen una experiencia que jamás se olvidará. En el ángulo superior izquierdo del papel había un escudo y se leía en él: “Amor scientia que inserviant cordi”; es el lema del instituto, no sé bien qué significa, pero entiendo que se trata de personas que ofrecen su corazón para que el tuyo funcione.

Portada del Playboy donde apareció el artículo.

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