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Aún más casualidades

 

Jugábamos al cubilete con mi nieto de 7 años. Me admiró la rapidez con que aprendía cada nuevo juego. Cansados de todas las versiones que recordamos e improvisamos del poker con dados, modifiqué el juego de “Mentirosa” simplificándolo para que él pudiera jugarlo. Después de un rato mi nieto propuso un nuevo juego. Un jugador tiraría los dados ocultando el resultado a los otros participantes. Los otros jugadores procurarían adivinar lo que ocultaba el primero. “Tras unos cuantos fallidos intentos mi nieto desistirá de su juego”, me dije a mí mismo. Era mi segundo turno ocultando un resultado cuando él dijo: “tienes un par de nueves”. Jugábamos su abuela, él y yo solamente. Con tan pocos participantes, y tan pocos intentos realizados ¡él consiguió adivinar! En aquel momento su madre lo llamó a dormir, así que ya no pude seguir explorando con más ensayos esta casualidad.

 

Recién casados y recién instalados en un departamento rentado platicaba con mi esposa cuando vi salir de una habitación a un niño desnudo de un año poco más o menos. Caminó por el pasillo hasta desvanecerse en el aire a pocos metros frente a mí. ¿Fue una ilusión óptica, un espejismo, fue un sueño despierto? No lo sé y aún me pregunto qué trastada me jugó el cerebro en aquella ocasión. Debí haber guardado el suceso sólo para mí hasta no contar con mayores evidencias, pero cometí el error de contarlo a Guadalupe. Ya el lector imaginará que ella tuvo una tarde de desasosiego. Dos años después, mi Fernanda, quien había nacido un año antes, salió de la habitación y caminó, frente a nuestros ojos, por el pasillo en exactamente la misma forma y con la misma falta de indumentaria. Mi usual escepticismo habría tachado esta experiencia de farsa, coincidencia o exageración, pero fui yo quien presenció aquellos episodios. He leído sobre los estímulos eléctricos en el cerebro que provocan alucinaciones, pero creo que hasta ahora ningún experimento ha conseguido estimularlo para experimentar presagios.

 

Miraba las olas desde lo alto de un edificio, cuando llamó mi atención un paseante que caminaba por la playa. Era de noche, el sol acababa de ponerse. Me convencí a mí mismo que se trataba de un hombre por su modo de andar. Su camino se aproximaba paulatinamente al agua. “Pretende mojarse los pies”, pensé. Nos separaban unos 40 metros pues yo me encontraba en la terraza de un onceavo piso. Mi visibilidad era buena aunque ya se había extinguido la luz natural y la única iluminación que recibía la playa provenía de la recepción del edificio y las luminarias aún más alejadas de la calle. Me pareció que vestía camisa y pantalón azules aunque de diferentes tonos. Cuando llegó a la orilla de las olas cambió su rumbo ahora alejándose del agua y alejándose también de mí. Seguí mirándolo pues se dirigía hacia un espigón empedrado. Me pregunté entonces si subiría por entre las rocas o volvería a cambiar de rumbo para evitarlas. Me aposté a mí mismo por el cambio de rumbo. Cuando llegó a la zona menos iluminada unos pocos metros antes del espigón, desapareció intempestivamente del panorama. Busqué en todas las direcciones y no pude verlo reaparecer. No volvió sobre sus pasos, no se dirigió a la calle, no llegó hasta el espigón ni decidió mojarse los pies en el agua, simplemente ya no pude verlo. Acababa yo de cenar, mi metabolismo suele hacer lentas mis ideas y también mis reflejos. Mi esposa se acercó y preguntó qué miraba. “Un fantasma acaba de desvanecerse frente a mis ojos”, respondí. No creo en fantasmas, mi esposa lo sabe, así que esta casualidad pasó a engrosar las experiencias que intentaré explicar en la quinta novela.

 

La novela de mi padre “Tor Bulkan, un planeta de bárbaros” contiene un objeto icónico. Se trata de una enigmática caja que aparece inexplicablemente en escena. Antes de la publicación, mi padre me distinguió al nombrarme uno de sus lectores y revisores. Realicé la labor lo más diligentemente que pude y entregué mi crítica y observaciones. Entonces pregunté a mi padre cuál era el significado de la caja. Él no respondió, simplemente mostró su  mirada mordaz y su sonrisa burlona. Muchos años más tarde, a su muerte, recibí de manos de mi madre la caja azul de cartón reforzado con el mapa del tesoro en su interior (léase el cuento del mismo nombre). ¿Están ambas cajas relacionadas y mi padre dejó aquella pista intencionalmente para mí en su novela? Pero si tal cuestión fuera cierta, entonces ¿por qué no dejó pistas similares para sus otros hijos? No cabe duda es sólo otra casualidad más.

 

Bañándome se me cayó el jabón que quedó estacionado sobre la tapa de plástico de la coladera. Calculaba la probabilidad de tal evento, alrededor de uno en 90, cuando el estropajo escapó de mis manos y fue a aterrizar en exactamente el mismo sitio. “Uno en 8100”, me dije y sonreí, sólo 7 veces más difícil es ganar la lotería, pues esa probabilidad es de 1 oportunidad en 55 mil posibilidades. Ahora que para repetir esta coincidencia tendría que realizar alrededor de 16 mil intentos dejando caer el jabón y después el estropajo sin buscar guiar sus trayectorias. Si consideramos que no es común que se escape el jabón de mis manos cuando me baño, quizás una o dos veces por semana. Si además tenemos en cuenta que suelo atrapar el jabón antes de que toque el piso en una de cada tres oportunidades (mis reflejos son buenos). Si concedemos (pues me sucede con mucha menor frecuencia) que el estropajo caerá siempre que calcule probabilidades. Entonces transcurrirán unos 300 años para que se repita el evento en forma natural.

 

Por meses, había debatido ferozmente con mi amigo imaginario Isaac Newton sobre la existencia de la fuerza exégira (léanse los cuentos “Fuerza exégira”). Ya me consideraba prácticamente vencido (él había esgrimido como argumento avasallador varias formas que podían explicar los fenómenos sin tener en cuenta ninguna fuerza nueva), cuando cayó en mis manos un número atrasado de la revista de la Planetary Society. No suelo leer todos los artículos en una revista, ya dejé ese vicio hace muchos años (léase el cuento “El vicio de leer”). Hojeo el ejemplar y sólo leo aquel o aquellos que llamen fuertemente mi atención. Resultó que el artículo seleccionado describía la anomalía Pioneer. Me pregunté cuántas revistas científicas habrían publicado sobre esa anomalía, cuántos números de esas revistas aún estaría circulando por el mundo, cuántos pasaron por mis manos y cuántos artículos contiene un ejemplar. Al final, me vi obligado a agregar esa casualidad a la recopilación de hechos insólitos que hago.

 

Mi madre es una lectora asidua, devora literalmente con sus ojos un promedio de seis libros por mes. Está suscrita a la revista de la National Geographic y lee cada ejemplar que recibe. Los lee desde el primer artículo hasta el último. Luego me presta el ejemplar. Según mi costumbre paso las hojas mirando fotografías y leyendo encabezados; leo solamente aquel artículo que llama mi atención. Fue así como leí el artículo sobre venenos cuando batallaba con las contracturas lumbares (léanse los cuentos "El origen de los nudos"). ¿Cuál es la probabilidad de que vuelva a ocurrir eso?

 

“Sabía que eras tú porque vienes haciendo tus ruiditos”, me dijo mi madre como recibimiento. Cuando camino distraído, cuando estoy contento, cuando enfrento una situación estresante, cuando espero, cuando estrujo las neuronas y también cuando me encuentro ocioso hago sonidos con la boca. Tengo una extensa variedad en mi repertorio y constantemente improviso nuevos. Los hago desde niño, pero no los hago siempre: unas veces sí, pero otras veces me olvido de mi maña. A lo largo de todos estos años, no son muchas las personas que me la han hecho notar. Posiblemente se deba tal omisión por la buena educación de los oyentes, por parecerles intrascendente, por pasarles inadvertido, por falta de tiempo para dedicar a nimiedades, por creer que pueden incomodarme o simplemente porque no les molesta. Creo que podría contar con los dedos de una mano a las personas que me han mencionado mi manía o para no pecar de exagerado escribiré que los dedos de dos manos. Ocurrió sin embargo que la misma semana de aquel recibimiento de mi madre, una alumna me cuestionó: “¿maestro, por qué siempre está haciendo ruiditos?”. En la misma semana con la misma palabra es más que sólo una coincidencia.

 

Continuaré coleccionando casualidades. Me he convencido que la vida es una gigantesca red de eventos que se parecen entre sí, que se repiten, que están relacionados. Son casualidades: unas de menor monta y otras de mayor peso según la probabilidad de su ocurrencia. Entretejen nuestras historias y las conectan. No dejen de leer la quinta novela aunque ella todavía no nace. En su trama se resuelve, muy a mi estilo, la dualidad nacimos-para-cumplir-nuestro-destino por causa del karma o somos-los-artífices-de-nuestra-historia gracias al libre albedrío.

 

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